Karl Lagerfeld y Andy Warhol, en medio Lady Weymouth. Foto de Philippe Heurtault, claramente. |
Los diseñadores jóvenes se han vuelto incultos, vanos, vagos, han perdido la capacidad de ver el futuro y coquetear con el arte, se quedan sin inspiración a los 21 años para luego dedicarse a cualquier otra cosa relacionada con la industria, no es que estén deprimidos, no es que estén desencantados, es que son ignorantes. ¿Qué hacen para la siguiente colección si ya se les acabaron los referentes?, ¿qué sabe de moda el tipo que de Warhol solo conoce a las Marilyns? Es lo que yo llamo la maldición de Coco Chanel, el bluff insoportable que causan las marcas de lujo cuando las compra la clase media, los códigos absurdos de vestimenta que crean, el comportamiento imbécil y fingido de quien jamás ha tenido acceso al lujo y hoy, por obra de un publicista, lo tiene, dosificado con un atomizador. De manera dogmática la publicidad de Chanel ha creado una Santísima Trinidad de la cual no salen los aspirantes a diseñador: Coco, McQueen y Marilyn; el quan plus ultra de la moda los ha cegado y tristemente les ha hecho pensar que no existe un mundo más allá de esos tres, en parte por WWP, Lagerfeld, Lady Gaga y Hollywood, en parte también por la falsa idea de que la moda es un escape.
La moda no es una burbuja, no es una huida, es una confrontación directa con el mundo y con lo que se avecina; ¿cómo quieres hallar en la moda un escondite del mundo y sus cambios si lo primero que cambia la gente es su ropa? Dedicarse a la moda es zambullirse en la cultura, en la poesía, en la historia, en la ciencia, en mil cosas que tienen que ver con la realidad y sus creaciones, la ropa es una fantasía materializada que además tiene que salir a la calle a ser vista, a ensuciarse, a romperse y luego a guardarse (o tirarse) ya que esté rota o próxima a romperse.
Lagerfeld reviviendo a Emilie Flöge. Carolina de Mónaco en Chanel, 2017. |